Hace tiempo que quería escribir sobre B.J. Penn. Solo necesitaba un motivo más. Una pelea más.
Esta semana se ha hecho público que el hawaiano volverá a entrar al octágono a finales de este año. Será para el UFC232 ante Ryan Hall. Otro combate para un hombre que llegó a ser campeón del UFC en dos categorías distintas. Demasiado tiempo hace de ello.
Vaya por delante que mi intención con este artículo no es desmitificar a un luchador que si apodan ‘El Prodigio’ es por algo. Simplemente quiero utilizar su ejemplo para diferenciar entre el talento innato, el que tenía Penn, y otro tipo de talento que nunca tuvo ‘The Prodigy’, tan importante o más que el heredado genéticamente.
La cuestión es que suelo recurrir siempre a él para hablar de esos deportistas a los que los 20 les sientan fenomenal pero los 30 peor que una resaca de licor barato. Ellos, que viven de su talento en la lozanía de su existencia, que enamoran por sus cualidades mágicas, que marcan una época, se desvanecen de la noche a la mañana con la misma rapidez con la que fueron los mejores. Tuvieron luz para brillar y la aprovecharon. Bien por ellos. Pero llegado el momento se apagan rápidamente. ¿Por qué?
Básicamente porque cuando pasan de los 30 años el físico les da la espalda. No han entrenado como los demás, no se han cuidado como debieran y ahora ¿pretenden alargar su carrera competitiva? Sí, claro.
El cuerpo humano tiene memoria e inteligencia suficiente para castigar a los perezosos y premiar a los trabajadores, a esos otros ‘talentosos’. ¿Acaso desarrollar la habilidad para currar más que los demás no es un talento?
Penn nunca lo tuvo. Por esa razón ha dado pena verlo pelear en los últimos siete u ocho años. Aunque contra Hall el combate irá a la lona y no tendrá demasiados golpes cuando ‘El Prodigio’ extenuado llame a su cuerpo para pedir ayuda, la respuesta será irónicamente negativa: «Ahora te lo miro, Penn».
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